Su familia, refugio y ruina; su novia, ancla al estereotipo. El mesero de pie con la cena servida. Afuera, la noche le recibe con frío acogedor. Camina por la acera sin reparar en detalles como los autos que circulan o aparcan, los escaparates de las tiendas o la muchedumbre que va y viene apresuradamente. Todo ha quedado atrás.
Llegó al parque -más vacío que nunca- y caminó entre los árboles, enormes desde siempre en su memoria. Se detuvo al llegar a una vieja banca de concreto; despintada por el tiempo, la luz y el roce de tanta gente: niños, enamorados, jubilados y deportistas.
El ruido caótico de la ciudad se escucha distinto desde aquí, apacigua. Se sienta mientras afloja el nudo de su corbata, desabotona aquí -en el cuello- y también acá -en las mangas-. Estira las piernas, estira los brazos y se siente inmenso; parte de la banca, del suelo, de los árboles, del parque, de la ciudad.
Levantó la mirada y entre las copas de los árboles descubre a la luna -blanquecina, antigua y eterna-. Varias estrellas confiaron su brillo a la profundidad de su enorme mirada. El reloj en su muñeca izquierda marcaba las once. Pensaba en todo y no pensaba en nada. La brisa propia de la estación lo hizo sentir despierto, mucho menos cansado. Frotó sus manos para calentarse, las acercó a su rostro y rozó sus mejillas. El eco de una carcajada invadió el parque haciendo que una imperceptible pareja de ancianos abandonados se abrazaran asustados sobre su lecho de cartón.
Se descalza, levanta y -a pie desnudo- empieza a caminar otra vez. Avanza tarareando una canción cualquiera que sin ningún sentido sustituye por otra. ¡Qué importa si me miran!… ¡qué importa si me escuchan!… ¡qué importa si me critican!... ¡Por fin soy libre!
La oscuridad, salpicada de luciérnagas eléctricas, de la metrópoli; los enormes y siempre antiguos árboles del parque, la banca de concreto. También los ancianos abandonados sobre su lecho de catón; todos, aún sin saberlo, fueron testigos del nacimiento de un hombre feliz.
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