Lo recuerdo bien, fue el último de los pacientes que visitamos aquella mañana cumpliendo con nuestra jornada de trabajo social. Era un hombre todavía joven, atractivo y saludable. Tan saludable como puede serlo cualquiera que viva bajo los efectos de tantos medicamentos administrados para controlar su condición. Estaba concentrado en lo que hacía. Regresé diez años más tarde, ahora como médico y él continuaba allí. Más viejo, menos erguido y más lento, pero igualmente concentrado. Cuando una de las enfermeras me quiso hablar de él le dije que no hacía falta.
Tres meses más tarde pasé frente a su puerta, me detuve y lo busqué pensando encontrarlo entregado a su tarea de tantos años: escribir con una caligrafía diminuta aquel nombre de mujer. Ya no quedaba un especio en alguna de las cuatro paredes, había empezado a rayar las sábanas y el colchón; dijo que no escribía en el suelo porque nadie pisotearía su ferviente amor.
Esa tarde, pensando que no le causaría ningún daño, lo llevaron a una nueva habitación. Al verla tan blanca -tan vacía- se metió en la cama, se acurrucó abrazando la almohada y murió de soledad.
Tres meses más tarde pasé frente a su puerta, me detuve y lo busqué pensando encontrarlo entregado a su tarea de tantos años: escribir con una caligrafía diminuta aquel nombre de mujer. Ya no quedaba un especio en alguna de las cuatro paredes, había empezado a rayar las sábanas y el colchón; dijo que no escribía en el suelo porque nadie pisotearía su ferviente amor.
Esa tarde, pensando que no le causaría ningún daño, lo llevaron a una nueva habitación. Al verla tan blanca -tan vacía- se metió en la cama, se acurrucó abrazando la almohada y murió de soledad.
1 comentario:
Hola amigo, me llegó profundamente el relato...hermoso. Abrazos.
pd:¿Oye, ya no estás en fb?
Publicar un comentario