Para S.T. por ser como es
El recuerdo siempre estuvo ahí; no se trataba de una obsesión, pero sí de algo tan permanente que resultaba imposible ignorar. Era poco más que un niño cuando le encontró por primera vez. Algo de inocencia aún tenía, pero ya había estrenado la malicia, probado el fruto de su sensualidad. Con un gesto, una mirada, lo dijeron todo.
Pasaron los años y poco a poco las imágenes de aquella vez -la espalda ancha, los brazos fuertes, el retrato sepia con los datos en la tarjeta de presentación y todo lo demás- se fueron borrando, sólo quedó grabado en su memoria el nombre. Un nombre que algunas veces leyó en los diarios, en la sección cultural.
Hace menos de un mes, volvió a suceder, le vio de lejos y aunque lucía algo diferente supo que era la misma persona. Inolvidable. No le dijo nada y fue lo mejor. La casualidad, hija traviesa del tiempo y la fortuna, los reuniría después. Un saludo jovial abrió el compás a un largo tiempo para intercambiar voces y silencios. Hablaron de todo, jugaron con las palabras, insinuaron; aún entre líneas hubo algo dicho, dicho y entendido. Aquel día le conoció y supo que la espera había terminado.
Esa noche el escritor que reniega ser poeta, eterno enamorado del amor y filósofo incomprendido por los ciegos de lo cotidiano, intentó escribir un cuento y el resultado fue una crónica absurda e inexplicable de quién sabe quiénes. El próximo encuentro se había previsto para una fecha cercana, se preguntó si hacía bien en buscarle, en recordar su nombre y atreverse a hacer lo que no tiene más remedio, ninguna otra lógica. Le pareció estar viéndose regresar a casa y sentarse a escribir, intentarlo nuevamente. Un cuento o un poema, en el peor de los casos. Está cansado de los finales insípidos, preñados de posibilidades. No le gusta lo que ve y tampoco le gusta lo que escribe:
Pasaron los años y poco a poco las imágenes de aquella vez -la espalda ancha, los brazos fuertes, el retrato sepia con los datos en la tarjeta de presentación y todo lo demás- se fueron borrando, sólo quedó grabado en su memoria el nombre. Un nombre que algunas veces leyó en los diarios, en la sección cultural.
Hace menos de un mes, volvió a suceder, le vio de lejos y aunque lucía algo diferente supo que era la misma persona. Inolvidable. No le dijo nada y fue lo mejor. La casualidad, hija traviesa del tiempo y la fortuna, los reuniría después. Un saludo jovial abrió el compás a un largo tiempo para intercambiar voces y silencios. Hablaron de todo, jugaron con las palabras, insinuaron; aún entre líneas hubo algo dicho, dicho y entendido. Aquel día le conoció y supo que la espera había terminado.
Esa noche el escritor que reniega ser poeta, eterno enamorado del amor y filósofo incomprendido por los ciegos de lo cotidiano, intentó escribir un cuento y el resultado fue una crónica absurda e inexplicable de quién sabe quiénes. El próximo encuentro se había previsto para una fecha cercana, se preguntó si hacía bien en buscarle, en recordar su nombre y atreverse a hacer lo que no tiene más remedio, ninguna otra lógica. Le pareció estar viéndose regresar a casa y sentarse a escribir, intentarlo nuevamente. Un cuento o un poema, en el peor de los casos. Está cansado de los finales insípidos, preñados de posibilidades. No le gusta lo que ve y tampoco le gusta lo que escribe:
“Recordó aquel nombre por más de quince años, se dejó seducir por la ilógica razón de las pasiones y se demostró a sí mismo lo que ya sabía. Nada hay más real que lo dicho, nada más fuerte que el poder de la palabra, aunque se refugie en el silencio. Palabras, muchas palabras, pero solamente un nombre que al pronunciarlo le deja en la boca el sinsabor de un beso”.
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