lunes, 31 de agosto de 2009

SOLITARIO (Tercera Entrega)

Solo, así como siempre se le veía y notaba si acaso alguien se interesaba en comprenderlo, regresó al pasillo inicial, la arteria principal que recorría todo el centro. Avanzó hasta llegar a otra reja abierta en la que colgaba un pesado candado. Entró pareciendo formar parte de un grupo de gente que hacía el recorrido. Dentro de esta celda recordó ver la única tina para lavar dentro de las áreas a las que tuvo acceso, años después se preguntaría dónde tenían el baño para esos doblemente estigmatizados sociales y dónde lavaban su ropa el resto de la población de reclusos. Uno de los policías que aún permanecía asignado al lugar les informó a todos que la celda en la que se encontraban era en la que permanecían la mayoría de los homosexuales, muchos infectados con el Virus de Inmunodeficiencia Humana; condenados al abandono del que solamente la etapa SIDA se acordaría de enviar a la muerte por ellos para darles un poco de libertad, en el cielo o en el infierno, según la verdadera justicia dictaminase.

No memorizó arquitectónicamente el edificio, de su visita guardó más bien muchas impresiones humanas que jamás dejaron de motivar interesantes confrontaciones en su mente para expresar luego una opinión concreta en la mayoría de los casos. Era una de sus cualidades, ajustar con inteligencia su opinión a su experiencia sin miedo a no pensar igual que las mayorías.

Las otras personas que entraron con él a la celda que fuese de los homosexuales mostraban en sus rostros una expresión de terror, pero no por las consideraciones que él valoraba sino ante la absurda idea de contagiarse allí dentro; no se atrevían ni a respirar, mucho menos tocar algo. Él pensaba en la facilidad con la que los reclusos sí podían ser infectados, sabiendo la frecuencia de los enfrentamientos entre bandas y disputas personales en las que armas, violaciones, golpes y sangre podían tocarle a cualquiera con una gran posibilidad de contagio, no solamente de VIH; hepatitis, herpes, el sitio era una húmeda incubadora de males.

En una época en la que la información intensificaba sus medios para llegar a todo el mundo, los secretos a voces de su entorno social y político, que con el tiempo denominaría elementos culturales, llamaban poderosamente su atención. Quería, necesitaba saber más, conocer por experiencia propia, estar al tanto de lo que sucedía en esa sociedad que lo seducía y retaba a conquistarle.

El final del pasillo que inició al pie de las escaleras desembocaba en un salón amplio que, si bien no era el más limpio, era el menos sucio. Un lugar en el que las paredes pintadas de blanco intimidado de mugre reflejaban cuanto podían de la luz que entraba por el ventanal enorme que ocupaba la mayor parte de una de sus paredes laterales, la que daba al patio. El comedor, ya sin las mesas ni los bancos donde los internos recibían su porción de crema de avena, maíz o plátano preparada con leche contenida en latas con fecha de caducidad vencida y pan enmohecido para desayunar; guacho de patas y vísceras de pollo todos los días en el almuerzo. La cena era más variada; arroz con algo que parecía ser carne de res o de cerdo con un sabor siempre incierto, algunas veces era una presa de pollo que según su vecino, hijo de un policía ya jubilado, era donado por empresas de granjas avícolas; las mismas que fueron sancionadas por el mal manejo de sus desechos y a las que se les pedía, por cuenta de las autoridades sanitarias, no arrojar piezas de sus animales al vertedero de basura pues se había confirmado que algunas personas se daban a al tarea de sacarlos, hervirlos con colorantes químicos o vegetales y después venderlos como el más delicioso y fresco pollo asado en las avenidas populares de la ciudad.

Los detenidos declaraban en cartas y denuncias que se hacían públicas en todos los medios de comunicación que uno de los ingredientes secreto era un polvo que incorporaban frecuentemente en las comidas con el propósito de alterar la capacidad metabólica, suspender la actividad intestinal y lograr una impecable muerte natural.
-De algún modo tenían que hacer frente al problema de hacinamiento que triplicaba la capacidad del Ejemplo.- Confesó alguien bien enterado de cómo eran las cosas tras las rejas.

Bordeado por un alto muro pintado de rojo y del mismo blanco que el comedor, con una pequeña torre con lámparas reflectoras en la única esquina que no estaba unida a los dos edificios que conformaban el centro, el patio resultó más amplio de lo que imaginaba. Abandonó el comedor por la única puerta habilitada para los visitantes de esos días y pisó el espacio abierto al sol en cuyo centro una mal llamada cancha de básquetbol parecía abandonada desde mucho tiempo atrás, en una esquina un pequeño nicho contenía la imagen de algún santo.
-El Divino Niño, con su ropa pintadita de rosa era lo único que parecía bien conservado.- Comentó a Erica.

Más que un santo, el Hijo de Dios contemplaba a los hombres andar de un lado a otro con sus caras largas y expresión cansada, algunos en grupos escandalosos y no faltaban los que desde algún rincón estratégico, aparentemente fuera de la mirada de los policías, se dedicaban a continuar con el negocio, el mismo que los había llevado a la cárcel. Gravilla, tierra, arena y unas pocas hierbas que reverdecían tapizaban el resto del espacio que en ocasiones era un privilegio negado a los reclusos o bien se convertía en una salida humillante y dolorosa. Así quedó en evidencia cuando un canal de televisión nacional, gracias a un periodista y su camarógrafo, comprometidos con su labor, mostró en su noticiero estelar, el de las seis de la tarde, un video que nadie olvidaría; la prueba más contundente para demostrar lo cierto de las denuncias presentadas contra los policías encargados del centro por abuso de autoridad en menoscabo de los derechos humanos. Tras la voz justa y ciudadana de una residente de uno de los edificios vecino del Ejemplo, captaron desde la azotea el momento en que hacían salir a un grupo de reclusos desde el comedor; de uno en uno, con las manos detrás de la cabeza y completamente desnudos para pasar entre cobardes uniformados o con medio uniforme encima que los recibían a palos. Correr, a penas eso podían hacer, ir uno tras otro tan rápido como se los permitía el dolor que cada golpe otorgaba a sus cuerpos. El porqué de tanta violencia y otras muchas preguntas jamás fueron declarados. Las supuestas investigaciones no dieron con el origen de la costumbre que por años fue denunciada de boca en boca por familiares de los detenidos, pero sin manera de mostrar prueba alguna. Hizo falta esperar que caridad, vocación, tecnología y la mano de Dios se pusieran de acuerdo para conseguir las imágenes de uno de los tantos secretos que existían en El Ejemplo. El escándalo fue inmediato. Pocas veces se ha mostrado algo de las cárceles que no sean distinguidos malandrines de barrio de quinta categoría que, sin educación ni cultura que en su argot y cultura de dientes forrados en oro, torsos desnudos, mal tatuados de obscenidades, nombres de amantes, Vírgenes y Cristo en morbosa blasfemia, pantalones anchos, rotos y mal puestos, con la mirada orientada a algún espacio lejano de la galaxia de la hierba, la piedra y el polvo derrocha distorsionadas frases bíblicas junto con su denuncia de supuesta mala suerte ante la mora judicial y lo mal que sabe la comida. Declaraciones patéticas en boca de un hombre que todos saben ladrón, violador de menores y asesino. Pagan justos por pecadores, pero los justos no dan “raiting”.

Por un instante la conversación entre Erica y su amigo abandonó los recuerdos e intercambiaron opiniones del trato que deben recibir las personas encarceladas. Un tema demasiado complejo para ser abordado, entendido y consensuado en una plática ligera, así lo entendieron ambos y prefirieron dar continuidad al relato. Los hijos de Erica llegaron en ese momento, a tiempo para ser enganchados de interés con solo oír una frase:

-Bienvenido a la Escuela del Mal
Donde el Diablo Llora-

La pequeña audiencia lo observaba señalar con sus manos en el aire, como si estuviera nuevamente en el patio del Ejemplo leyendo la frase que se hallaba sobre la entrada a los pabellones donde permanecían la mayor parte de los detenidos. Una frase que daba pie a múltiples interpretaciones de lo que había en la mente de aquellos individuos, el sentimiento que desahogaban rayando y pintando las paredes.

Tres pisos de lo mismo, el hacinamiento había provocado una especie de mutación interna en la organización de las celdas procurando el acomodo de la creciente población penal. El acceso a cada nivel era asegurado por una reja de hierro, prácticamente al borde de la única escalera. Cada piso era una gran celda, las rejas que inicialmente dividieron el espacio interior tuvieron que ser removidas ante la impresionante mora judicial que hacía permanecer a los sujetos detenidos, sin juicio ni condena, indefinidamente. El órgano judicial era un caldo de corrupción, ineficiencia y escándalos cociéndose a fuego lento. Un problema en letra mayúscula. La justicia era más que ciega y sorda, salvo un buen cheque o fajo de verdes billetes recién lavados, parecía congelada en un sueño hipnótico o estado de coma. No funcionaba, desconocía palabras que debían ser su norte: libertad e independencia.

Si en las celdas de castigo y en las otras que se observaban en la primera parte del recorrido la humedad, poca luz, calor, suciedad y malos olores eran impresionantes, nada preparaba a los visitantes para lo que encontrarían en estos tres pabellones. Tres enormes cavernas de concreto y varillas de metal llenas de escondrijos vacíos que semanas anteriores habían sido motivo de disputas entre criminales y miembros de bandas organizadas para sembrar la inseguridad y el miedo en los barrios, más comúnmente en los sectores humildes. Era una lucha constante por crear e imponer sus propias leyes, la constitución de la sociedad sin libertad. Ni las autoridades encargadas de administrar los centros penitenciarios ni los directores de la policía admitieron que los enfrentamientos por el poder interno entre los reclusos ocasionaban en promedio una muerte diaria; cadáveres que al amparo de la noche eran sacados de las celdas y despachados a fosas comunes en algún cementerio municipal o a la morgue del hospital público o de alguna de las tres facultades de medicina del país donde jóvenes entusiastas harían de ellos y sus sistemas de órganos material didáctico. Sin duda más beneficio ofrecían después de muertos que vivos, se preguntó si la pena de muerte no sería una buena alternativa. En aquello de las muertes, nadie tuvo pruebas que presentar, por eso nadie denunció, nadie investigó y aquí no ha pasado nada, como parecía ser una costumbre nacional. Aquí no ha pasado nada, otro misterio, un secreto más que se perdería entre los ecos de los escombros al demoler la estructura.

Costaba respirar, se sudaba como en medio del desierto y la hediondez de los desechos orgánicos era insoportable. El suelo cubierto de basura, más trapos y más de lo mismo que los detenidos no lograron llevarse consigo. Pornografía en las paredes, ropa vieja, improvisadas hamacas y cojines que servían de lecho. Servilletas, periódicos y papel higiénico. Si compartir esa tarde el espacio con una o dos decenas de personas resultaba incómodo, imaginó lo que era el hacinamiento y se prometió respetar las leyes hasta el último de sus días. Asomarse por las diminutas ventanas no aliviaba la carga ni a la vista ni al olfato. Cartuchos cargados de excremento fue lo que halló en las pequeñas láminas de zinc oxidado colocadas sobre las ventanas para evitar que los fuertes vientos introdujeran el agua cuando llovía; tarea que no cumplían satisfactoriamente, charcas recién formadas por el aguacero de las horas previas lo demostraban en su escurrir hacia la unión con las aguas negras que se desbordaban desde las duchas y sanitarios. Aquellos, otra triste historia, un espectáculo de humillación al hombre; ubicados en la entrada de cada nivel, carecían de inodoros, en su lugar tubos en el suelo servían para depositar, con excelente puntería, el desecho final de la digestión; un canal de extremo a extremo al pie de una de las paredes era el mingitorio y seis o diez duchas goteantes, llenas de limo, al otro lado fueron testigos mudos de amenazas, peleas y violaciones salvajes, quizás de asesinatos.

Al asomarse por una de las ventanas en el primer piso se percató que tal como señalaron los diarios en la edición al día siguiente del hecho, la altura era peligrosa y resultar con sólo una pierna rota tras saltar a la calle desde el estrecho alero era algo como un milagro para el reo que intentó escapar del infierno donde cada hombre era un demonio en potencia; en donde las visitas les eran permitidas por una hora cada quince días. Al personaje en fuga, un grupo de policías lo levantaron a palos, lo llevaron en un auto patrulla al hospital para atender la fractura y regresaron con él para depositarlo dos semanas enteras en una de las celdas de castigo; después de eso, nadie supo más nada de él, nunca volvió a su celda.

En el segundo piso las imágenes desde la ventana eran poco diferentes, a penas se veía más del interior del cementerio extranjero, ubicado al lado del enorme Cementerio Presidente y separado de éste por un alto y grueso muro blanco, en frente una enorme reja de hierro. El campo santo donde reposaban los restos de cientos de inmigrantes de todas las latitudes que llegaron para quedarse por mil motivos, desde todos los tiempos, en esa tierra fértil y próspera. Erica se preguntó si acaso el día llegaría en que su cuerpo se integraría para siempre al suelo que ella misma escogió para sembrar sus sueños. Su amigo la observó pensativa, mas no imaginó en qué asunto. Era una artista polifacética, una mujer completa, así que asumir o atreverse a pensar por ella era un riesgo que él no asumía.

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