martes, 1 de septiembre de 2009

SOLITARIO (Cuarta Entrega)

3
Reviviendo Lo Pasado

Atraído por un grupo reunido en una de las celdas al final del corredor, en el segundo piso aún, se acercó para ver y oír lo que contaba un hombre de mediana edad con lágrimas en los ojos mientras señalaba una de las sucias paredes; una como todas las otras: rayada, cubierta parcialmente de periódicos con su pornografía barata y más de esas extrañas manchas grasosas, sanguinolentas de tantos que, como él, pasaron por lo mismo.

-Es la única vez que he visto a un hombre llorar mientras dice cosas tan personales a tantos desconocidos. Aunque ese día no hubiera visto tantas razones para clausurar El Ejemplo, lo que escuché decir a ese hombre habría sido suficiente. A pesar que su experiencia se remontaba a la época de los militares y su régimen dictatorial, creo que cosas así siguieron sucediendo y aún hoy continúan, pero las autoridades guardan silencio o cuidan muy bien sus declaraciones y esconden mejor las huellas para evitar las sospechas; lo que sale a la luz es una verdad ficticia. Abusos, torturas, humillaciones, injusticias; todo sigue siendo igual, estoy seguro de que nada ha cambiado.

Erica comprendía la razón por la que su amigo pensaba así; las noticias en todos los medios de comunicación dejaban saber de situaciones sospechosas, declaraciones a medias y acceso restringido a las nuevas instalaciones. Algo no estaba bien y gobierno tras gobierno insistían en negar los verdaderos acontecimientos dentro de los centros de rehabilitación, como habían dado en llamar a las grandes cárceles que se empezaron a construir desde la clausura de “El Ejemplo”.

Representantes de varias organizaciones por los derechos humanos a nivel nacional e internacional tenían sus ojos puestos sobre estos asuntos, pero nadie alcanzaba a dar con el detonador que haría salir a la luz, de una vez por todas, la verdad, no importaba lo dolorosa que fuera para esa sociedad que anhelaba ser libre, moderna y efectivamente democrática, igual para todos.

A quienes iban con él y a quienes se fueron acercando movidos por la curiosidad, el hombre les dijo que fue detenido cerca de la Universidad Estatal cuando participaba, junto a cientos de estudiantes, en una protesta contra los abusos que cometía el gobierno en el país entero; era una dictadura militar cada vez más represiva. Un auto decorado con dibujos animados disparó chorros de agua contra ellos, una vez más se les reprimió con fuerza dando inicio a otra de las incontables batallas que por esos alrededores han sido escenificadas entre la policía con sus bombas lacrimógenas y disparos de perdigón y los estudiantes que ofrecen resistencia con palos, piedras y cuanto pueden utilizar del inmobiliario de la universidad; hasta bombas caseras y canicas han formado parte del arsenal estudiantil.
Agentes obligados a cumplir una orden y jóvenes reclamando democracia, dos bandos de gentes populares, enfrentados mientras el principal responsable gozaba de viajes, mansiones y escandalosas relaciones sexuales. Él tropezó antes de lograr refugiarse dentro de las instalaciones universitarias. Después de varias patadas, muchos golpes con palos y mangueras e insultos lo hicieron subir al vagón de un enorme pick-up junto a otros compañeros que corrieron con la misma desgracia. Hombres y mujeres eran tratados por igual, con la misma violencia. Unos sangraban y se quejaban de dolor ante la fuerza de las agresiones, otros forcejeaban y arremetían furiosos contra sus represores, ciudadanos que al quitarse el uniforme no eran más que simples y corrientes víctimas del régimen.

El pick-up cargado de estudiantes se dirigió al hospital, donde bajaron a los que parecían más lastimados y a todas las mujeres, el resto de los hombres fueron enviados a “El Ejemplo”. Él fue uno de ellos, de los que tuvo que enfrentar el rápido, sencillo e inolvidable proceso en el que les vaciaban los bolsillos y en una bolsa plástica, que jamás recuperarían, depositaban sus pertenencias -carteras, relojes, collares, dinero- luego los separaron llevándolos a diferentes celdas, encerrándolos junto a verdaderos delincuentes.

La celda en la que se hallaban esa tarde, era a donde él fue a parar, lo recordaba nítidamente. En aquel segundo piso el guardia le quitó las esposas y lo empujó dentro de la celda. Los maleantes que lo vieron llegar no tardaron en burlarse del “niño bien”. La mayoría era gente inculta que ignoraba la situación que enfrentaba la gente decente y el rumbo a la ruina que llevaba la nación. Lo golpearon por placer y para demostrarle quienes eran los que mandaban tras las rejas. Al notar que aún llevaba la ropa húmeda uno de aquellos infelices propuso darle calor. El guardia que todavía estaba de pie frente a la reja rió a carcajadas, una burla grotesca contra un estudiante de segundo año de derecho y se marchó mientras continuando con su risa pérfida deseo buen provecho a los criminales.

-Se me lanzaron encima y me quitaron la ropa... Me estrellaron contra la pared. Dijo señalando las manchas.
-Dos de esos desgraciados me agarraron para que no pudiera defenderme y otro... Tenía el rostro bañado en lágrimas de humillante dolor, no tenía que dar más detalles. Respiró hondo y agregó.
-Uno por uno, todos me hicieron lo mismo... forcejear y gritar no me sirvió de nada.

Todos, excepto uno, abusaron de él antes de sentir una especie de lástima pasajera y soltarlo arrojándole de vuelta su pantalón y lo que quedaba de su suéter. El hombre contó que se quedó tirado en el suelo; encogido, devuelto a una posición fetal. Temblaba de frío, rabia y dolor. El único que no abusó de su desgracia ni se burló de su agredido idealismo fue José, un varonil homosexual que usó el destrozado calzoncillo del muchacho para limpiarle la suciedad y la sangre que escurría entre sus nalgas y muslos. Fue una semana completa sintiéndose indefenso. Por las noches José se acercaba a él para protegerlo; en una esquina lo abrazaba y no permitía que nadie se le acercara. Durante esos siete días, en dos ocasiones fue él, José, quien se ofreció a recibir las humillaciones y deshumanas embestidas sexuales.

Cuando sus padres pudieron lograr su libertad estaba más flaco que nunca, ojeroso y sin fuerza, pero dos días después volvió a la universidad y siguió participando de las protestas que cada vez eran más grandes, con mayor apoyo y firmeza civil exigiendo el fin de la opresión militar. Su ímpetu contagió a su familia; todos los medio día, asomada en el balcón de su apartamento, su madre empezó a sonar una paila con el cucharón de revolver, igual que cientos de amas de casa y su esposo acompañó a su hijo a las marchas multitudinarias de la cruzada.

Meses más tarde recibió una extraña llamada. La madre le avisó que un tal José lo solicitaba desde el otro extremo de la línea telefónica. Algo había sucedido y le otorgaban la libertad tras varios años de encierro por asesinar a su padrastro, un hombre que maltrataba a su madre y violaba a sus dos hermanas, para él siempre tenía insultos, pero el día de su fin llegó cuando José no soportó más la situación y reaccionó ante sus agresiones.

-¡Tú eres más maricón que yo. Desgraciado. Eres un animal, pero ya no vas jodernos más! Le dijo interviniendo cuando el tipo pretendía arrojar sobre su madre una olla con agua caliente por no cumplir al instante sus exigencias de borracho.
-¡Sí, el cueco te va a matar infeliz! Le gritó mirándolo a los ojos. Decidido a defender a sus mujeres y acabar con las ofensas que a diario recibía por no ocultar su preferencia sexual.
-¡Es verdad, soy cueco, me gustan los hombres, me gustan mucho, pero eso no me hace ni la mitad de porquería humana que eres tú. Un hombre de verdad no golpea a su mujer ni la hace suya a la fuerza, no la coge como si fuera una perra en celo. Un hombre tampoco abusa de una niña! Fueron las últimas palabras que el tipo escuchó decir a José antes que le disparara todas las municiones que tenía el revolver sin registro que había conseguido con un vecino, miembro de una de las pandillas del barrio.
-¡Sí, soy un maricón y tú eres menos hombre que yo! José mató y fue a declarar su culpa ante las autoridades que lo encerraron. Su madre y hermanas se olvidaron de él; en cambio lloraron sobre el cadáver de su verdugo, rezaron por el eterno descanso de su alma y lo enterraron vestidas de negro; se decretaron de luto y vistieron de negro por todo un año sin pensar una sola vez en la suerte que, por defenderlas, corría José en “El Ejemplo” donde fue trasladado una semana después del crimen. Lo único que tenía al salir de la cárcel era su ropa vieja, la cédula descolorida cuya foto no era ni la sombra de quien era ahora y el número de teléfono que le dejara anotado en un trozo de caja de cigarrillos el muchacho al que ayudo en la desgracia. Los padres pensaron que si su hijo estaba tan agradecido con José, por algo muy importante tenía que ser. No hicieron preguntas y lo recibieron como a uno más de la familia.

Cuántas historias más como esa se habrán quedado encerradas para siempre por el dolor y la humillación que significaban para sus protagonistas. Impresionado con el testimonio de aquel hombre, que más tarde reconocería como el influyente fundador de un partido político que luchaba por alcanzar la presidencia y devolver la dignidad a un pueblo insatisfecho, lentamente salió de la celda y subió hasta el tercer piso.

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